Novelas como la vida misma
Se dice a menudo que la realidad supera la ficción. Yo estoy convencida de que es así. Y quien no esté de acuerdo es porque no mira a su alrededor.
Cuando oigo la historia de cualquier persona corriente, un conocido, un vecino, la madre de una alumna, mi quiosquero de toda la vida, la camarera de ese bar donde a veces tomo el menú del día… me sorprendo con su biografía. Me gusta dejar que la gente me cuente, preguntar y escuchar la forma que tiene cada uno de narrar su propia vida. Es ahí donde los escritores encontramos la materia prima de nuestras novelas, consciente o inconscientemente, echando mano de las historias propias y de las de los otros. A cada momento surgen ideas con lo que nos han contado o con lo que hemos creído adivinar detrás de lo que nos han ocultado.
Eso por no hablar de las noticias. Ver la tele, oír la radio o leer los periódicos nos demuestra a cada momento que ni en nuestros mejores sueños ni en las peores pesadillas podríamos haber imaginado sucesos como los que vemos cada día.
Una idea para vestir
Es verdad que en literatura el hábito hace al monje; es decir, que el vestido, la forma de contar un hecho, puede hacer que parezca algo aburrido o se torne apasionante. Pero eso ya es oficio de cada escritor a la hora de desarrollar su novela página a página. Lo importante es estar atentos a la realidad que nos rodea desde que nacemos, a la de nuestros padres y abuelos, a la propia y a la ajena. Porque al final las novelas que más nos gustan son como la vida misma, llenas de amor y odio, de venganza y perdón, de egoísmo y generosidad, de penas y alegrías, de envidia y admiración…
Por eso me hace sonreír cuando veo que, para dar más valor a una novela o una película, se añade la frase: «basada en hechos reales». Porque la realidad sí que mola.