Escritores muertos que no mueren
En esta semana nos han dejado dos grandes autores: Günter Grass y Eduardo Galeano. Como se ha dicho tantas veces, los buenos escritores nunca mueren.
Eduardo Galeano, el escritor y periodista uruguayo, tenía en común con el nobel alemán Günter Grass su compromiso social y su buena prosa. Ambos contaban con fans y con críticos, como es lógico. Y una vez muertos, ambos tendrán también en común un repunte en las ventas de sus libros, como también es lógico.
Cuando un escritor que nos gusta desaparece, sentimos que nos afecta profundamente. Nos pasó, por ejemplo, con Gabriel García Márquez, a quien llorábamos como escritor aun a sabiendas de que su capacidad intelectual había llegado al final del camino bastante antes que su vida.
La trascendencia de la literatura
Es un tópico decir que los buenos escritores nunca mueren. Lo mismo ocurre con algunos pintores, actores, arquitectos, músicos… y con todos los artistas cuya obra es trascendente; es decir, que va más allá de la limitación que la vida impone a todos los seres humanos.
Sí es cierto que a quienes amamos la lectura nos afecta profundamente la muerte de un escritor al que admiramos y que nos ha conmovido con sus obras. La literatura tiene la facultad de hablarnos de sentimientos humanos esenciales: amor, lealtad, honestidad, y de transmitirnos sensaciones: bienestar, incertidumbre, inquietud, miedo, satisfacción… Efectos que no solo ocurren mientras leemos, sino que van más allá del tiempo que dura la lectura.
Los libros, una vez escritos, ya no dependen de su autor. Por más que nos apene saber que Günter Grass, Eduardo Galeano o quien sea no volverán a crear nada nuevo y aunque dejen un vacío irreparable entre sus allegados, los lectores presentes y futuros tendrán sus obras para siempre. Ahí tenemos para demostrarlo a Cervantes, más vivo que nunca, mientras los investigadores se afanan en atribuirle unos cuantos huesecillos a punto de punto de convertirse en polvo.