Las cartas que no volverán
Escribir cartas es cosa del pasado, nos guste o no.
En Madrid, donde vivo, suele haber magníficas exposiciones. En estos días se mantiene aún la dedicada a Santa Teresa de Jesús, en la Biblioteca Nacional, que ya recomendé en mi Facebook. Un montaje exquisito que recorre la historia de su vida, con mapas, con pinturas de la época, esculturas, libros… y cartas, muchísimas cartas. Porque Teresa era una mujer muy activa que daba instrucciones por correspondencia aquí y allá, pedía, rogaba, ordenaba, gestionaba y hacía crónicas. Las cuartillas con su caligrafía perfecta, estética y pulida, donde se adivina su rapidez mental y manual, resultan fascinantes.
Otras veces hemos podido ver en la Biblioteca Nacional cartas de Jorge Guillén, de Azorín, de Valle Inclán, de Lorca, de Aleixandre… O del más moderno y genial Roberto Bolaño, a quien ahora recuerda Casa del Lector.
Cartas de escritores
Las cartas de escritores son siempre interesantes por el contenido, a veces ansioso, otras añorante o cariñoso, impulsivo o exigente, que nos desvela tanto de su autor. Pero también nos atrae su caligrafía, que nos muestra a una persona impulsiva o no, descuidada o pulcra, generosa, dubitativa. La correspondencia ofrece pistas muy importantes sobre la personalidad, pero también la caligrafía de cada uno, tan exclusiva, única y diferente, es un dato interesantísimo… que hemos perdido para siempre.
La necesidad de escribir cartas nace de la distancia, son ese medio de comunicación para decirle al otro lo que no podemos hablar personalmente. Pero hoy tenemos nuestro smartphone siempre a punto (excepto cuando se le acaba la batería, claro), podemos mandar whatsapps a la otra punta del mundo, vernos por Skype con nuestros amigos de un lejano continente, recibir la foto de lo que están cenando o enviarnos mails a todas horas. Nos comunicamos más que nunca. Pero ya no escribimos cartas a mano. Las generaciones futuras no sabrán cómo era la letra de sus escritores favoritos.